Noble gratitud.
Al morir mi abuela, la enterramos en un diminuto cementerio rural, junto a mi abuelo. Entre los asistentes al sepelio estaba una figura desaliñada, vestida con un viejo traje obscuro y arrugado.
Apretaba contra el pecho un ajado sombrero de fieltro, y las lágrimas le corrían por entre los surcos de las mejillas sin afeitar.
Se llamaba José, y había vivido en la granja vecina a la de mis abuelos. Era tierra pobre. Su familia a veces pasaba hambre, pero era gente orgullosa y José siempre llevaba a la escuela la fiambrera, a menudo vacía, para que no pareciera que no había comida en casa.
Iba a buscar a mi padre todas las mañanas, camino del colegio, y dejaba su fiambrera en la mesa de la cocina, donde mi abuela estaba ocupada llenando las de sus hijos. Ella, disimuladamente, llenaba también la de José y, en la escuela, mi padre nunca advirtió que las dos comidas eran iguales.
La abuela nunca dijo a nadie lo que ocurría, ni tampoco lo contó José, pero él recorrió a pie los ocho kilómetros hasta su tumba, aún era pobre y estaba hambriento, pero resuelto a rendirle el último trubuto a la abuela, quien le había llenado el plato y, sin embargo, había dejado intacto su amor propio.
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